La cegua Muchacha de divina voz que arrulla como un canto de sirena, pero que no da la cara que tiene de yegua infernal. Enamora con su arrullo a los hombres que andan por solitarios caminos. Tiene la muerte en los labios y mata besando. Alguien la ha visto bañarse en el río y peinarse las crines con una rasqueta de oro“
Me acompañaba un hombre del campo, alma ingenua y sana que había logrado conservar, con toda su pureza, su nativa sencillez. Yo, que amo esas almas vírgenes de artificio, y me complazco en penetrar en ellas, escuchaba atento su conversación, y sólo de cuando en cuando le interrumpía para hacerle una pregunta que era algo como un buceo. Ni un aleteo de viento movía los árboles; nadie transitaba por el camino y remaba un silencio majestuoso en la plenitud de la noche soberbiamente constelada. Apenas si venía a turbar esa calma solemne, como un crujir de raso, el murmureo apagado de un riachuelo linfático que discurría, lamiendo las piedras, en el fondo de un próximo barranco. De pronto oírnos el golpe acompasado de un caballo que trota, bien opacado el golpear de sus cascos por el piso de tierra.
– “Alguien viene”, dije a mi compañero.
Puso alerta el experto oído de hombre de campo y, con la seguridad del que está convencido de lo que afirma, contestó:
– “No viene por este camino, va por el otro de más arriba.”
– No había acabado de pronunciar esta frase cuando se apagó el ruido de las pisadas, como si el jinete se hubiera detenido de pronto. Unos momentos después debió seguir la marcha, pero en lugar de rítmico golpear del trote se dejó oír el repiquetear desatentado de un galope tendido.
Con voz ahuecada que parecía envolver un supersticioso respeto, el campesino murmuró:
– “Ese caminante se ha encontrado con la Cegua. Pero no tenga miedo, patrón, a nosotros no nos sale: somos dos, y para ajuste caminamos a pie”.
-“¿La Cegua?” – prorrumpí con extrañeza. – “¿Qué animal es ese?”
Me pareció que una sonrisa había retozado en los labios de aquel buen hombre que repuso, como si no se animara a creer en mi ignorancia:
– “¡Pero, señor! ¿Cómo es posible que Ud., que lee tanto, no sepa qué es la Cegua? Es el mismísimo demonio, y Dios lo guarde de encontrarse con ella”. “Te aseguro que no lo sé; explícamelo”.
Estábamos ya muy cerca de la estancia y seguía oyéndose la vertiginosa carrera del caballo. Los perros que nos habían olfateado ladraban, no en son de alarma sino de gusto. La noche era fresca, las estrellas regaban siempre su oro pálido sobre el vasto paisaje, y el riachuelo linfático proseguía en su crujir de raso. El ambiente todo parecía convidar a los consejos y relatos misteriosos. Comenzamos a caminar más despacio, y el rústico, con un sabor de poesía que sólo es propio de la credulidad de las imaginaciones en bruto, se expresó asi:
No hay uno solo de los que han visto a la Cegua que se haya quedado como era antes. Hombres fuertes, sanos, colorados, que nunca se afligieron por el trabajo, después que se les apareció resultaron amarillos y flacos y flojos. Algunos también se murieron de puro susto – y citó a varios de los que habían perdido la vida a causa de la terrible aparición.
– “No es fácil verla” – prosiguió diciendo – “en todas partes; son ciertos lugares los que le cuadran. Por aquí anda siempre y por eso, fíjese que es raro ver un caminante a caballo solo. Casi siempre van dos juntos”.
– “¿No es posible que la vean dos?” – le interrumpí.
– “Cuando va uno sólito es que se asoma,” repuso hilvanando de nuevo su relato, con la satisfacción del que sabe que es escuchado con vivo interés.
– “En algún sitio lejos del poblado, sobre todo si hay arboleda y el camino es estrecho, es donde le gusta sorprender a los viajeros. En medio del camino se presenta y, con una voz muy dulce y muy débil, como si se estuviera muriendo, dice:
– “Señor, estoy muy cansada, y tengo que ir a ver a mi madre que está enferma, me quiere llevar al pueblo de …?”, y dice el nombre del pueblo que está más cerca porque, como es el mismo enemigo, todo lo sabe.
– “¿Entonces es una persona, o tiene el aspecto de persona?” – me atreví a interrumpirle nuevamente.
– “Es una joven muy linda, blanca, con los ojos negros y grandes, el pelo rizado y la boca preciosa. Todos los que la miran así se encantan de ella y, sobre todo, les da lástima porque se le ve cansancio en la cara y se le siente en la voz”.
Un céfiro fino comenzó a juguetear en aquel momento, estremeciéndose las hojas con un temblor suave, como si un ser misterioso e invisible se adelantara, abriéndose paso entre las ramas tupidas. La naturaleza ayudaba al narrador.
– “Ni los más cerrados se resisten a su ruego, y todos caen en su lazo. Hay quienes le ofrecen la delantera de la montura y otros que prefieren llevarla a la grupa. Para ella es lo mismo. Cuando comienza a caminar, si va adelante vuelve la cara, si va atrás hace que el jinete la vuelva. Aquí lo espantoso. Aquella mujer hermosa ya no es ella. Tiene la cara corno la calavera de un caballo: los ojos lanzan fuego, enseña con amenaza los dientes pelados y muy grandes, tiene la boca abierta y arroja un vaho por aliento que huele a podrido. Al mismo tiempo sus brazos, como fierro, se agarran del jinete. El mismo caballo, que parece que se da cuenta de lo que lleva encima, arranca a correr como loco sin que ninguno lo pueda contener”.
– “¿Y qué pasa después?”
– Los que al hacer montar a la joven hermosa han tenido malas intenciones, esos mueren todos, y se les encuentra tendidos con los ojos abiertos y saltados. Los otros, ya se lo dije, para el resto de su vida quedan sin servir para nada”.
Llegamos al portón de la estancia y los perros ladraban más fuerte. Yo, entre tanto, me internaba en una profunda meditación, ¿No tiene una enseñanza muy saludable esta fantasía? ¿Quién en el camino de la vida no se ha encontrado a la Cegua? ¿Quién no ha sentido la seducción de la belleza con todos sus hechizos físicos, y nada más? ¿Quién no se ha rendido a la piedad mal entendida? ¿Quién en un momento no ha tomado el abono por las hojas? Y después… la debilidad en el cuerpo o en el alma, la muerte acaso.
La Cegua, grande o pequeña, con huellas de arañazo o surco de arado, ¡todos la hemos encontrado en nuestro camino
– “Alguien viene”, dije a mi compañero.
Puso alerta el experto oído de hombre de campo y, con la seguridad del que está convencido de lo que afirma, contestó:
– “No viene por este camino, va por el otro de más arriba.”
– No había acabado de pronunciar esta frase cuando se apagó el ruido de las pisadas, como si el jinete se hubiera detenido de pronto. Unos momentos después debió seguir la marcha, pero en lugar de rítmico golpear del trote se dejó oír el repiquetear desatentado de un galope tendido.
Con voz ahuecada que parecía envolver un supersticioso respeto, el campesino murmuró:
– “Ese caminante se ha encontrado con la Cegua. Pero no tenga miedo, patrón, a nosotros no nos sale: somos dos, y para ajuste caminamos a pie”.
-“¿La Cegua?” – prorrumpí con extrañeza. – “¿Qué animal es ese?”
Me pareció que una sonrisa había retozado en los labios de aquel buen hombre que repuso, como si no se animara a creer en mi ignorancia:
– “¡Pero, señor! ¿Cómo es posible que Ud., que lee tanto, no sepa qué es la Cegua? Es el mismísimo demonio, y Dios lo guarde de encontrarse con ella”. “Te aseguro que no lo sé; explícamelo”.
Estábamos ya muy cerca de la estancia y seguía oyéndose la vertiginosa carrera del caballo. Los perros que nos habían olfateado ladraban, no en son de alarma sino de gusto. La noche era fresca, las estrellas regaban siempre su oro pálido sobre el vasto paisaje, y el riachuelo linfático proseguía en su crujir de raso. El ambiente todo parecía convidar a los consejos y relatos misteriosos. Comenzamos a caminar más despacio, y el rústico, con un sabor de poesía que sólo es propio de la credulidad de las imaginaciones en bruto, se expresó asi:
No hay uno solo de los que han visto a la Cegua que se haya quedado como era antes. Hombres fuertes, sanos, colorados, que nunca se afligieron por el trabajo, después que se les apareció resultaron amarillos y flacos y flojos. Algunos también se murieron de puro susto – y citó a varios de los que habían perdido la vida a causa de la terrible aparición.
– “No es fácil verla” – prosiguió diciendo – “en todas partes; son ciertos lugares los que le cuadran. Por aquí anda siempre y por eso, fíjese que es raro ver un caminante a caballo solo. Casi siempre van dos juntos”.
– “¿No es posible que la vean dos?” – le interrumpí.
– “Cuando va uno sólito es que se asoma,” repuso hilvanando de nuevo su relato, con la satisfacción del que sabe que es escuchado con vivo interés.
– “En algún sitio lejos del poblado, sobre todo si hay arboleda y el camino es estrecho, es donde le gusta sorprender a los viajeros. En medio del camino se presenta y, con una voz muy dulce y muy débil, como si se estuviera muriendo, dice:
– “Señor, estoy muy cansada, y tengo que ir a ver a mi madre que está enferma, me quiere llevar al pueblo de …?”, y dice el nombre del pueblo que está más cerca porque, como es el mismo enemigo, todo lo sabe.
– “¿Entonces es una persona, o tiene el aspecto de persona?” – me atreví a interrumpirle nuevamente.
– “Es una joven muy linda, blanca, con los ojos negros y grandes, el pelo rizado y la boca preciosa. Todos los que la miran así se encantan de ella y, sobre todo, les da lástima porque se le ve cansancio en la cara y se le siente en la voz”.
Un céfiro fino comenzó a juguetear en aquel momento, estremeciéndose las hojas con un temblor suave, como si un ser misterioso e invisible se adelantara, abriéndose paso entre las ramas tupidas. La naturaleza ayudaba al narrador.
– “Ni los más cerrados se resisten a su ruego, y todos caen en su lazo. Hay quienes le ofrecen la delantera de la montura y otros que prefieren llevarla a la grupa. Para ella es lo mismo. Cuando comienza a caminar, si va adelante vuelve la cara, si va atrás hace que el jinete la vuelva. Aquí lo espantoso. Aquella mujer hermosa ya no es ella. Tiene la cara corno la calavera de un caballo: los ojos lanzan fuego, enseña con amenaza los dientes pelados y muy grandes, tiene la boca abierta y arroja un vaho por aliento que huele a podrido. Al mismo tiempo sus brazos, como fierro, se agarran del jinete. El mismo caballo, que parece que se da cuenta de lo que lleva encima, arranca a correr como loco sin que ninguno lo pueda contener”.
– “¿Y qué pasa después?”
– Los que al hacer montar a la joven hermosa han tenido malas intenciones, esos mueren todos, y se les encuentra tendidos con los ojos abiertos y saltados. Los otros, ya se lo dije, para el resto de su vida quedan sin servir para nada”.
Llegamos al portón de la estancia y los perros ladraban más fuerte. Yo, entre tanto, me internaba en una profunda meditación, ¿No tiene una enseñanza muy saludable esta fantasía? ¿Quién en el camino de la vida no se ha encontrado a la Cegua? ¿Quién no ha sentido la seducción de la belleza con todos sus hechizos físicos, y nada más? ¿Quién no se ha rendido a la piedad mal entendida? ¿Quién en un momento no ha tomado el abono por las hojas? Y después… la debilidad en el cuerpo o en el alma, la muerte acaso.
La Cegua, grande o pequeña, con huellas de arañazo o surco de arado, ¡todos la hemos encontrado en nuestro camino
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